EL DESTINO DE LOS REINOS: Tercera entrega de la saga «Señores Del Mundo»

portada de EL DESTINO DE LOS REINOS de Yolanda Corona

En esta tercera entrega de la serie SEÑORES DEL MUNDO, Yaluc regresa después de su aventura al otro lado de Las Montañas Blancas. Pero ya no es el mismo. Regresa transformado a un mundo que ya ha empezado a cambiar también. Los acontecimientos vividos más allá de las montañas le han hecho descubrir su destino, del que depende el destino de todos los reinos.

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Prólogo

El viento del norte sopla frío e inclemente, trayendo densas nubes que van cubriendo toda la ciudad desde el mar. El invierno ya se despliega en toda su fuerza. Aunque al rey que se asoma a la galería no le hace falta ver las nubes amenazadoras de lluvia, quizá incluso nieve, para llegar a esa conclusión. Él sólo necesita prestar atención a sus huesos que cada vez se quejan más dolorosamente de la humedad y el frío.

Si Andamar tenía hasta entonces motivos para sentirse abatido tras su regreso a Taros después de los desdichados acontecimientos del año anterior en Shimma, ahora se habían unido muchas más razones para su tristeza.

El alivio que supuso romper el cerco sobre la capital de Midum, permitiendo a Naadur acudir de regreso a Kynán en auxilio de Yaluc, se había tornado en una nueva desgracia, la peor de todas. Porque el príncipe heredero no sólo no había podido rescatar a su hermano, sino que yacía malherido tras un nuevo enfrentamiento contra Menetir lejos de Taros, incluso fuera del reino.

Estar tan lejos de su hijo hace el sufrimiento de Andamar más intenso. Su primer impulso al enterarse de que Naadur había resultado gravemente herido fue acudir a su lado. Pero muy a su pesar, ha tenido que escuchar las advertencias de sus consejeros, y muy especialmente de su madre, para no moverse del Palacio de Las Nubes. Muerto el pequeño Sikander, desaparecido, y probablemente muerto también Yaluc, y herido Naadur, el trono de Kynán está más en peligro que nunca. No es pues prudente que el rey se ausente del reino. Ahora que él ha sido incluso coronado Señor del Mundo, es cuando su situación se muestra más precaria.

Todos los días acude al amanecer al templo de Nin para acompañar las plegarias de los sacerdotes, y luego puntualmente ofrece un sacrificio al dios para que permita vivir a Naadur. Porque si su único hijo muere todo el esfuerzo realizado hasta entonces no habrá valido para nada. Toda la sangre y las muertes de esta interminable guerra serían inútiles. Él tendría que volver a empezar. Construir todo de nuevo. Sabe que es su deber. Que su madre no dudaría ni un momento en exigírselo.

Pero Andamar nunca se ha sentido tan falto de energía como ahora. Y no es sólo por su cada vez más débil salud. Quizá haya llegado el momento de desistir. Darse por vencido. A lo mejor él nunca debería haber sido rey, después de todo, y debía entregar el trono a su sobrino. Esos pensamientos, claro está, implican la más alta traición a su deber como rey. Por eso suplica al dios, y ha enviado órdenes específicas a todos los templos de todos sus reinos y señoríos para que hagan lo mismo.

¿Y cómo se ha llegado a esta situación? Andamar medita sobre los últimos acontecimientos mientras las primeras gotas gélidas le resbalan ya por la cara. De momento no se mueve. Permanece como una estatua mirando hacia el lejano y desconocido horizonte del norte.

PRIMERA PARTE

1:

Cuando todo se derrumba

Naadur no perdió el tiempo. Apenas se detuvo en Taros para ponerse a la cabeza de los refuerzos que su padre había podido reclutar exigiendo a los grandes señores mayor compromiso después de que su hijo, el príncipe heredero, hubiera salvado una vez más el reino. Acto seguido, partió en dirección sureste hacia la región donde Yaluc había estado combatiendo a los rebeldes de Agón y a los bárbaros desconocidos.

No le importó marchar bajo la lluvia por caminos embarrados. Sólo podía pensar en cuántas veces su querido hermano adoptivo le había salvado la vida, y que él no había estado a su lado para devolverle el favor cuando estuvo más necesitado.

Para no perder tiempo, se adelantó al frente de la caballería que se desplazaba más rápido en aquellas condiciones. Quería llegar cuanto antes al campamento de los hombres de Yaluc en Torres Blancas para que le informaran de todos los detalles de la desaparición de su amigo. Tenía la seguridad de que alguien había fallado en su deber para con el príncipe Yaluc. Y estaba dispuesto a hacer rodar las cabezas necesarias.

A medida que se acercaba a la llamada Aldea del Roble Partido, principal población del señorío de su hermano, se le presentaban con más claridad las horribles consecuencias de las correrías de los rebeldes y de los bárbaros. Abundaban las casas en ruinas, los bosques quemados, y los campos de labranza abandonados, convertidos ahora en lodazales salpicados de charcos. Apenas se cruzó con gente. Y los pocos habitantes que vio parecían espectros flacos y tristes.

La atmósfera en el castillo de Las Torres Blancas era igual de lúgubre. Los soldados de Yaluc evitaban su mirada. Pero quien sí se la sostuvo fue Lahón, aquel esclavo que Yaluc se empeñó en liberar, y que ahora era su caballerizo mayor.

─Sé bienvenido, príncipe Naadur.

Dijo un oficial.

Mientras, Naadur no podía dejar de mirar aquellos ojos castaños del loggi, fijos en él.

Desmontó, y entregó las riendas de su caballo a uno de los soldados que estaban acompañando al oficial. Lahón hizo ademán de ir a cogerlas, pero Naadur le detuvo.

─No. Deja que el soldado se encargue de mi caballo. Quiero hablar contigo. Te llamas Lahón ¿verdad?

─Así es, mi señor príncipe.

Por algún motivo, a Naadur esas palabras no le sonaron tan respetuosas como parecían. Él no era tan intuitivo como otros, pero estaba bastante claro que aquel loggi no sentía demasiado aprecio hacia él.

─Sé que eres hombre de confianza de mi hermano. No ha llegado mucha información a Taros de lo sucedido. Quizá tú puedas darme más.

─Por desgracia, yo no estaba con el príncipe Yaluc. No soy soldado. Pero hay dos que regresaron de la expedición. Yo no sé sus nombres, pero el capitán de la guarnición del castillo se los llevó al campamento.

Naadur miró entonces al capitán, el mismo oficial que le había dado la bienvenida.

─Ordena que traigan a esos hombres a mi presencia. Y mientras llegan, ponme al corriente de lo que te contaron

Tras desprenderse de su empapado manto, se sentó frente al fuego. El capitán se colocó muy erguido frente a él, a la espera de su permiso para hablar.

─Adelante capitán ¿Qué le sucedió a mi hermano?

─Los hombres sólo han podido contar que el campamento fue atacado por sorpresa durante la noche. Unos desconocidos mataron a los centinelas que guardaban la tienda del príncipe, entraron, y se lo llevaron.

─Los soldados lucharían en defensa de su general ¿no?

El capitán tragó saliva, y removió los pies, inquieto. Era evidente que le costaba mantener la escrutadora mirada de Naadur. Pero no podía apartar la suya sin permiso.

─Sí, claro, mi señor. Hubo lucha. Cuando nos acercamos al campamento, hallamos a todos los que allí había, muertos. Pero ya no había modo de saber hacia dónde se habían llevado al príncipe Yaluc. Ha estado lloviendo sin parar durante días, y ya las huellas se habían borrado.

─Durante días, dices. Pero entonces ¿cuándo sucedió el ataque?

─Hace casi tres semanas, mi príncipe.

─¡Tres semanas! Incluso con los caminos embarrados se puede llegar desde aquí a Taros en tres días ¿Por qué no fue mi padre el rey informado inmediatamente? ¿Y cómo es que, si en el campamento todos murieron luchando, esos dos sobrevivieron? ¿Acaso huyeron en lugar de cumplir con su deber? Sí eso es lo que sucedió, y tú no has informado ni castigado a esos hombres como merecen, ellos y tú lo seréis con toda la severidad, no lo dudes. Pero, primero quiero hablar con esos cobardes, para que me cuenten todo lo que vieron.

Naadur no andaba muy errado al sospechar que Lahón no le quería bien. Sin embargo, no se trataba de simple animosidad, como creía el príncipe. Lo que Lahón sentía eran celos. Por supuesto, sabía bien que la relación de Yaluc con Naadur no era como la suya, pero saber que, a pesar de todo, Yaluc anhelaba que su amor por el otro príncipe se viera correspondido le producía un sufrimiento que nunca había conocido. Él había crecido entre loggi que aún conocían y respetaban las creencias y costumbres ancestrales de su gente. Ellos eran libres para emparejarse con quien quisieran. Sabía que estaba mal sentir lo que sentía. Pero como no podía evitarlo, le dominaba la angustia ¿Qué pensaría su amado Yaluc de él si lo supiera?

Hasta ese momento había sido capaz de dominar sus sentimientos, porque después de todo, Yaluc estaba con él, no con Naadur. Pero ahora, era muy posible que nunca volviera a verle, y sentía resentimiento hacia Naadur por cada minuto que había mantenido a Yaluc lejos de él.

Se regodeaba en sus sentimientos a solas en el dormitorio de su amado, ése que tantas noches él había visitado para gozar de su amor. Sentado en el suelo, según la costumbre de su pueblo, abrazaba el zurrón donde Yaluc guardaba los libros que le dictara Zesera. Acariciaba la gastada piel de aquel objeto tan querido para Yaluc. Ojalá pudiera él leer aquellos preciosos rollos.

Por supuesto, siendo Yaluc como era, había querido enseñarle a leer, como hizo con Mores. Pero Lahón nunca había sentido el deseo ni la necesidad. Ahora se arrepentía. La puerta se abrió de pronto, y un soldado entró en la habitación.

─El príncipe quiere hablar contigo. Más vale que no le hagas esperar.

Dijo.

Y volvió a salir sin más.

Lahón estaba acostumbrado al trato brusco y desagradable de los valate. Dejaban bien claro que no les gustaba que un loggi tuviera una posición tan destacada en casa de un príncipe de Kynán. Eso nunca le importó cuando estaba Yaluc. Pero una vez más, fue bien consciente de que todo había cambiado porque su príncipe a esas horas podía haber regresado a la Madre, o sus captores podrían haberle llevado lejos, a un lugar desconocido. Tanto daba, pues en ambos casos, él nunca volvería a verle.

Naadur seguía sentado frente al fuego cuando Lahón entró en aquella estancia. El semblante del príncipe era sombrío. Miraba ausente las llamas. Pero volvió la cabeza para mirarle en cuanto entró, antes de que el soldado anunciara su presencia. Al verle, el rostro del príncipe adquirió un gesto mucho más amable. Y Lahón sintió un profundo dolor, pues en ese momento, Naadur se parecía tanto a Yaluc. No obstante, se sobrepuso. Había ganado mucha práctica en disimular sus sentimientos mientras fue esclavo.

─¿Me has llamado, mi señor príncipe?

─Así es. Retírate soldado.

Ordenó el príncipe.

Y el soldado abandonó la estancia.

─Sé que estás muy unido a mi hermano, y le aprecias sinceramente. Por eso, voy a compartir contigo la información que he recabado. Algunos hombres de esta guarnición traicionaron de la peor manera la confianza de mi querido hermano. Un par de soldados tuvieron demasiado miedo para luchar en su defensa, y huyeron. Pero en lugar de al menos buscar ayuda, permanecieron escondidos viendo como Yaluc era sacado por la fuerza de su tienda, y secuestrado. Cuando regresaron a la guarnición, el capitán no dio aviso, ni los castigó por su comportamiento. Acabo de saber que uno de ellos es el hijo del capitán. Pero, no te preocupes, los tres han sido apresados, y recibirán el merecido castigo por su traición.

─Pero mi señor…

Lahón intervino, sin esperar el permiso de Naadur para hablar.

Al percatarse se interrumpió. Sin embargo, Naadur hizo un gesto con la mano, animándole a continuar.

─Bueno, sólo quería decirte que ya conocíamos el secuestro. Los soldados volvieron diciendo a todos que un grupo de desconocidos se había llevado al príncipe Yaluc.

─Cierto. Pero cuando los interrogué conseguí que me narrasen con detalle lo sucedido. Tenían más información de la que revelaron en principio.

─¿Qué información? ¿Saben quién se lo llevó o a dónde?

─No tanto, por desgracia. Pero contaron que no se trató de un ataque de esos misteriosos bárbaros del este, como habían dicho en principio. Había bárbaros, sí. Pero estaban a las órdenes de un mercader de esclavos,

─¿Yaluc esclavo?

A Lahón se le quebró la voz, y sus ojos se humedecieron.

─No temas. Conociendo como conozco a mi hermano, en cuanto haya tenido la menor oportunidad de hablar, habrá intentado convencer al mercader de lo erróneo de su conducta. No me sorprendería que consiguiera hacerle desistir de ella. Pero sea como fuere, los soldados han dado toda clase de señas del individuo, y la dirección que tomó la caravana. Mi intención es partir en cuanto amanezca, y seguir esa ruta con un grupo selecto de mis hombres. Además, mandaré también enviados a Midum y Esterria para averiguar quién es ese tratante.

─¿Me llevarías contigo en tu expedición? Por favor, mi señor.

─No

Dijo Naadur.

Pero enseguida sonrió para atenuar la dureza de sus palabras.

─No te he llamado sólo para informarte. Mi hermano confía en ti. Y desde luego, ya se ha visto que aquí no abundan los hombres en quienes se pueda confiar. En nombre de mi hermano, te nombro mayordomo mayor de este castillo. Y te encomiendo que guardes y protejas los intereses de Yaluc. No se me ocurre nadie que lo pueda hacer mejor en su ausencia.

─Para mí es un honor. Pero, yo sólo sé de caballos, mi señor. Además, soy loggi ¿Cómo voy a dar órdenes a valate? Apenas soportan mi presencia aquí.

─Descuida. Los traidores ya están a buen recaudo. Y los demás habrán de cumplir con su obligación, o responderán ante mí.

Lahón regresó muy pensativo a su dormitorio. Aunque no pudo permanecer allí mucho tiempo, ya que no tardaron en llamar a su puerta los criados y empleados del castillo pidiéndole indicaciones.

Así que, sin estar del todo convencido, comenzó por hablar con los criados de la cocina, encargándoles preparar una cena lo más digna posible para el príncipe Naadur y sus capitanes. Para su sorpresa, todos le obedecieron sin rechistar. No cabía duda, el príncipe Naadur había hablado ya con todos ellos.

Naadur también se retiró a descansar antes de la cena. Pero apenas tuvo tiempo de desvestirse y echarse en el lecho, pues llamaron a la puerta con insistencia, y uno de los soldados de su guardia personal apareció ante él.

─Disculpa mi señor que interrumpa tu descanso. Pero es que ha llegado al castillo un loggi que dice venir en nombre de los suyos, y exige hablar contigo. Por supuesto, ya le hemos hecho saber lo inadecuado e insolente de tal petición. Pero asegura no temer a ningún castigo. Y se ha atrevido a amenazarte, mi señor.

─¿Amenazarme?

Por el momento, Naadur sentía más curiosidad que indignación ante esta sorprendente circunstancia.

─Sí. Dice ser amigo del príncipe Yaluc, y que, si no le recibes, lo lamentarás ¿Qué hacemos con él, señor?

─Decidle que aguarde frente al fuego. Sin duda, ha de estar empapado y aterido, si acaba de llegar.

El guardia se retiró meneando la cabeza, aunque se libró mucho de hacer comentarios. Naadur miraba por la ventana, por donde ya sólo se veía oscuridad. La noche había caído, y con ella, la lluvia y el viento arreciaban.

Cuando entró en la sala, donde los criados ya habían encendido numerosos candeleros y avivado el fuego en la chimenea, se llevó una gran sorpresa. En medio de la estancia, un hombre que había estado mirando las llamas, se giró para mirarle. Naadur nunca le había visto antes. Pero inmediatamente supo quién era.

─Saludos príncipe Naadur. Soy Mores, sobrino de Dilmala y hermano de Derina, a las que tú conoces…

El rostro de Naadur se iluminó con una amplia sonrisa. Y sin ninguna ceremonia, se acercó al loggi, con la intención de abrazarle. Sin embargo, el absoluto desconcierto en la cara del otro hombre le hizo detenerse apenas a un paso de él. Mores era considerablemente más bajo que Naadur, y aunque el príncipe sabía que también era más joven, su aspecto no era desde luego el propio de su edad. Estaba terriblemente delgado. Su cara era poco más que piel sobre su calavera. Aun así, a Naadur no le costó ver el parecido con su hermana y su tía. Su cabello se veía prematuramente escaso y gris. Sus ropas no tenían mejor aspecto. Y se apoyaba pesadamente en una tosca muleta hecha con una rama. Naadur recordó que el joven era cojo, circunstancia que sin duda se veía empeorada por su lastimoso estado general. Sin embargo, Naadur no se atrevió ni por un momento a sentir lástima por él. Pues los oscuros ojos le taladraban. En ellos, vio el mismo fuego que en los de Dilmala.

─Sé quien eres. Yaluc me habló de ti. Créeme, me alegra mucho conocerte al fin, aunque veo que tus circunstancias no son las mejores.

Naadur cuidó sus palabras. Como príncipe y general victorioso, sabía reconocer y respetaba a un hombre orgulloso.

─No tengo tiempo de lamentarme por mis circunstancias. La gente en cuyo nombre vengo está incluso peor. Entre los rebeldes de Agón y los bárbaros han sembrado de muerte y destrucción muchas aldeas, campos y pueblos. La gente de mi aldea me eligió para hablar en su nombre, y a ellos se les han unido muchos otros, víctimas también.

─De modo, que se trata de una visita oficial.

─Así es. Mi intención era venir a hablar con el príncipe Yaluc. Pero de camino, supe que él también ha caído por culpa de Agón.

Mores bajó los ojos, y su determinación pareció flaquear por unos instantes. Naadur recordó lo unidos que él y Yaluc habían estado. El loggi se recobró enseguida, y volvió a mirarle con la misma intensidad.

─Me dijeron que estabas aquí. De modo, que te diré lo que tenía pensado decirle a él, aunque tu corazón no se incline como el suyo por mi gente.

─No creo haberte dado motivos para que me ofendas. Tú no conoces mi corazón. Habla.

Naadur dijo en tono severo.

En los ojos de Mores hubo un leve y fugaz destello. Quizá su fachada no era tan impenetrable después de todo.

─No pretendía ofenderte. Y te ruego me disculpes si lo he hecho. Pero es que no quiero que me interpretes mal. No pretendo conocerte, ni saber cómo piensas. Pero eres un príncipe valate, y no puedes dejar de serlo como yo no puedo dejar de ser quien soy.

Hizo una pausa para acomodar algo mejor su peso sobre la muleta. Naadur se sintió conmovido, pero nuevamente se abstuvo de ofrecerle sentarse.

─Sé muy bien que el principal culpable de todo lo que está pasando es mi tío Agón. Pero quiero que sepas que ni yo ni mi gente le apoyamos. Yo nunca lo hice, ni antes de que hiciera asesinar a mi familia, ni por supuesto ahora. No le temo, ya no me puede quitar nada más. Pero no te confundas, príncipe Naadur, aunque mi gente no está con Agón, tampoco pensamos permitir que las cosas sigan como hasta ahora. Tu padre, el rey, nos obligó a vivir en estas aldeas, separados de los valate. Pero aseguró que él era también nuestro rey, y velaría por nosotros.

─No voy a justificar las leyes de mi padre ante ti.

─No es eso lo que espero que hagas. He venido a informarte de que los loggi ya no permaneceremos pasivos aguardando ser sacrificados como los animales que ofrecéis a vuestros dioses. Tú sabes que no somos guerreros. Pero conocemos estas tierras y bosques mejor que nadie. Y en este momento, te doy mi palabra de que, si el rey de Kynán no nos proporciona un hogar seguro para vivir en paz, la paz se habrá terminado por nuestra parte. No es mi deseo, pero no me echaré atrás. Tú eres inteligente. Te ruego que medites sobre lo que he dicho, y que nos tomes en serio, pues así es como te he hablado.

─Soy un general victorioso porque nunca menosprecio las amenazas de ningún enemigo. Ni siquiera cuando no deseo que lo sea.

─Yo tampoco lo deseo.

Mores habló con total sinceridad.

Su mirada había perdido la mayor parte de su dureza al ver la actitud del príncipe. Naadur se relajó también y volvió a sonreír.

─Te doy mi palabra, si es que te sirve, de que procuraré arreglar esta situación.

Mores sonrió también, y su rostro rejuveneció considerablemente.

─Desde luego que me sirve. Yaluc siempre decía que eres noble y justo, y yo no lo pongo en duda.

─Bien. Pues ahora que ya somos amigos, me permitirás invitarte a compartir la cena. Y de paso, me gustaría que me pusieras al corriente de todo lo que ha estado sucediendo por aquí.

Aunque la cordialidad de Naadur era sincera, y la atmósfera entre los dos hombres había mejorado mucho, la cena no fue un acontecimiento agradable del todo.

Mores relató al príncipe todo lo sucedido desde que su tío había regresado en mala hora al frente de aquellas hordas de gentes que, según él, venían del otro lado de las Montañas Blancas. Al igual que le sucediera a su padre al enterarse, Naadur también se sorprendió, pues como el rey creía que no habitaban bárbaros tan al norte.

Sintió tristeza e indignación al conocer las fechorías que habían cometido, sobre todo, los crueles asesinatos de la compañera y el hijo de Mores. Éste le contó además que su madre, hermana y tía se encontraban también desaparecidas. Entonces Naadur le interrumpió.

─De modo que te encontraste con Dilmala.

─En realidad no, desde que ella viajó a Taros en busca de Yaluc. Sólo supe que había estado en La Aldea del Roble Partido, donde se refugiaba mi madre con algunos parientes. Pero las dos desaparecieron, y nadie sabe nada de ellas.

Estas noticias aumentaron mucho la angustia que Naadur sentía ya. Pues, a la desaparición de su hermano, se sumaba la de Dilmala, y ellos dos eran los únicos que conocían el escondite de su hijo ¿Qué pasaría si no volvía a encontrarlos? ¿Volvería a ver a su hijo y heredero? Ahora estaba más decidido que nunca a partir en busca de su hermano. Haría interrogar con toda la dureza que hiciese falta a cada tratante de esclavos, mercader o buhonero de Midum, Narvaly o Esterria,

Durante la cena, no le pasó desapercibido el mutuo interés que parecían mostrar Mores y Lahón. Sin duda, ambos eran bien conscientes de lo inusual de que un loggi se sentara a la mesa con un príncipe valate, y que otro loggi dirigiera a los criados que la servían. De modo, que decidió presentarlos. Al fin y al cabo, ambos tenían en común su amor por Yaluc.

Tal y como había decidido, al amanecer del día siguiente, se puso en marcha con un grupo de sus mejores hombres. Había obtenido de los traidores una fiel descripción del camino que Yaluc recorrió hasta instalar su campamento. Éste se encontraba a cinco jornadas hacia el este.

Después de comprobar que, en efecto, allí no quedaba nada que le sirviera de orientación, comprobó desolado que la dirección que los soldados dijeron ver que los secuestradores tomaban, era un camino directo hacia las Montañas Blancas, que desde allí se apreciaban apenas, envueltas en la niebla.

Sin embargo, aún no se rindió. Tomaron aquel camino, y lo siguieron durante un día entero. Naadur tenía la esperanza de que aquella gente simplemente hubiera buscado un lugar apartado para acampar, y esconderse de los que fueran en busca del príncipe. Para partir después hacia alguno de los ricos reinos donde los tratantes hacían sus negocios. En su fuero más íntimo, Naadur sabía que esta esperanza era demasiado débil ¿Qué necio se atrevería a comprar a Yaluc como esclavo? Todo el mundo a lo largo y ancho de los reinos sabía quien era, incluso sin haberle visto nunca.

Tras largas horas de marcha por caminos cada vez más abruptos bajo la lluvia, sus esperanzas murieron y estuvo seguro de que aquel mercader quienquiera que fuese, se había llevado a Yaluc al otro lado de las montañas. Entonces, le invadió la más absoluta desolación. No estaba preparado para hacer una incursión en aquellas tierras desconocidas. Desde luego, no con un puñado de hombres, sin mapas ni guías, y con el más absoluto desconocimiento de lo que se podría encontrar al otro lado de aquellas cimas.

Detuvo la marcha para pasar la noche en un lugar algo más resguardado. Y al alba, ordenó el regreso al castillo de las Torres Blancas.

El grupo de hombres que acompañaban al príncipe heredero parecía más un cortejo fúnebre a su llegada al castillo. Y aún no habían terminado los contratiempos para Naadur. A su llegada fue informado de que le esperaba un enviado de su padre el rey. Al verle, se sintió desconcertado por un momento, pues el hombre llevaba las vestiduras típicas de un narvaliense, y en ellas estaban bordados los emblemas de la reina Zodrim.

─¿Mi padre me envía a un narvaliense?

─Es la reina Zodrim quien me envía mi señor. Pero ella te creía en Taros tras tu salida de Shimma. Por eso, me envió allí a buscarte. Tu padre me dirigió hacia este castillo.

─Por los dioses. Cuando me fui, dejé a Damosén al cargo de la ciudad, y una guarnición bien armada para que se enfrentaran a Menetir, si volvía a atacar. Sus ejércitos habían quedado bastante debilitados durante su lucha contra los de su hermano.

─Desconozco el daño que Enekhal hizo a Menetir. Cierto que no volvió a atacar Shimma, y que tus hombres le persiguieron. Pero en vez de regresar a Agazu para recomponerse, él aniquiló al ejército de su hermano, y le hizo prisionero. Quizá a estas horas ya le haya hecho matar. Él persiguió al ejército derrotado de Enekhal, y entró en Esterria. Allí ha contado con la ayuda de algunas facciones contrarias al rey Tesimandro. La regente huyó con el rey niño para evitar que Menetir lo apresara. Pero su ejército los ha alcanzado en una fortaleza cerca de la frontera de Narvaly, donde se refugiaron, y los tiene sitiados. La regente consiguió enviar un mensaje a mi señora la reina Zodrim, y ella te envía esta carta.

Naadur leyó la breve misiva de la reina de Narvaly. Como ya suponía por lo que el enviado le había contado, en ella le exigía que hiciera honor al tratado que habían firmado junto con Enekhal cuando se unieron para ayudarle contra Menetir. Ahora era Marusene quien necesitaba su ayuda, y Zodrim añadía que, si Menetir eliminaba al rey de Esterria, a continuación, iría a por ella.

Era hora de que Naadur devolviera a Enekhal el favor que este le hizo parando a su hermano.

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Prólogo

Aún el cielo estaba oscuro, a excepción de una mínima franja al oriente, que anunciaba el cercano amanecer. La amplia llanura apenas se podía distinguir a la tenue luz. El imponente silencio sólo se rompía por los graznidos de los buitres que, poco a poco, iban llegando cada vez en mayor número, atraídos por los numerosos cadáveres. Pronto, las hienas y otras bestias carroñeras se unirían al festín.

Apenas unas horas antes, esa misma llanura silenciosa se encontraba sumida en el fragor de la batalla. Lentamente, la luz del día desplazaba a la oscuridad. El día se anunciaba claro y luminoso. Mirando el cielo, sería difícil adivinar que unas horas antes, el lugar estaba dominado por la espesa polvareda que levantaban los cascos de cientos de caballos y los pies de miles de hombres, y el aire, lleno del hedor que producían el sudor y la sangre al mezclarse. Todo era quietud ahora, y las voces de los hombres habían sido sustituidas por las de las bestias.

A través de la leve bruma del amanecer, tres figuras a caballo se movían como espectros entre tantos muertos. Los tres lucían cabellera rojiza y poblada barba. El mayor, que iba delante, mostraba ya algunos cabellos grises. Su porte era magnífico a pesar de su gesto de evidente pesadumbre ante el espectáculo que se mostraba ante él. Su casco y coraza dorados con elaborados grabados, así como la riqueza de los arreos de su caballo, ponían bien de manifiesto que se trataba de un rey.

Detrás de él, cabalgaban a la par dos jóvenes, que guardaban entre sí tal parecido, que muy bien podrían ser hermanos, aunque uno de ellos, un verdadero coloso, era mucho más corpulento que el otro. Sus armaduras y arreos no desmerecían a las del rey que les precedía, y sus semblantes reflejaban la misma pesadumbre.

El rey pronto daría la orden para que los cadáveres de sus hombres fuesen recogidos para ser honrados como merecían. Las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos del color del mar. Tantos valerosos jóvenes, tantas vidas una vez más desperdiciadas. En última instancia, su ejército había ganado la batalla, impidiendo el avance de los enemigos, pero a qué altísimo precio. En el fondo de su corazón sabía que ésta tampoco había sido la batalla definitiva. Los ejércitos se replegarían, cada bando procuraría rearmarse y nutrirse de nuevos hombres, y todo volvería a empezar. Cada vez más a menudo se preguntaba si había merecido la pena tanta sangre derramada. Pero estaba atrapado en esta guerra que duraba ya diez años y cuyo fin nadie adivinaba. Había obtenido una nueva victoria, sí. Pero el día que amanecía no sería de gloria, sino de luto.

1

Encrucijadas

Diez años atrás…

El anciano sacerdote se volvió a encoger de miedo cuando un nuevo trueno hizo temblar hasta los cimientos el majestuoso y milenario edificio del templo. Pocas veces en su larga vida había sido testigo de una tormenta como aquélla. El viento aullaba como una bestia furiosa, colándose por cualquier rendija y haciendo oscilar las llamas de las numerosas velas que apenas lograban iluminar el inmenso recinto. La lluvia azotaba los castigados muros con tal fuerza, que parecía querer arrancar el templo de cuajo y arrastrarlo hacia quién sabe qué desconocido lugar. Pero lo peor eran los rayos, que caían cada vez más cerca.

El frágil anciano de afeitada cabeza y rala barba, tan blanca como su desgastada túnica, oraba tembloroso frente a la imponente estatua del dios Nin, que lo mostraba en todo su poder. La estatua, del bronce más bruñido, era de tamaño colosal, como corresponde al más grande y poderoso de los dioses. El mismo que había salvado al pueblo de los valate de una segura destrucción tantos siglos atrás, guiándolos hacia el que había sido su hogar desde entonces. Un hogar bueno dónde habían prosperado. El mismo que siempre los había favorecido dándoles la victoria en todas las batallas, y convirtiendo al pueblo valate en el más poderoso del mundo. Pero ahora, todo parecía indicar que el gran dios no estaba complacido.

El sacerdote seguía pronunciando en voz baja su letanía, implorando la misericordia de Nin, o al menos una señal que le indicase qué debían corregir para recuperar su benevolencia. Temblaba recordando la antigua profecía que uno de sus antecesores había realizado siglos atrás ¿Habría llegado el momento anunciado? ¿Sería él, el humilde Ris, el último sumo sacerdote de Nin?

En estas consideraciones se hallaba inmerso, cuando de pronto, el día pareció inundar el interior del templo a pesar de que era pasada la medianoche. A la deslumbrante luz, le siguió un estruendo como Ris jamás había escuchado, que hizo temblar el suelo, haciéndole caer a él de bruces. Y luego, la oscuridad, el frío y el agua empapándole, que le hicieron mirar a su alrededor, y darse cuenta de que un gran agujero se había formado justo sobre su cabeza. Donde hasta un momento antes se encontraba la cúpula del templo, había ahora un vacío por el que entraba la lluvia torrencial. Con el corazón a punto de salírsele del pecho, contempló atónito que los escombros de la cúpula habían caído a su alrededor ¿Cómo es que ninguna de esas grandes piedras le había aplastado?

No tuvo tiempo, sin embargo, para seguir haciéndose preguntas, pues ante sus asombrados ojos, ocurrió un fenómeno aún más aterrador. Un rayo atravesó el hueco del techo y fue a caer de lleno sobre la estatua de Nin, cortándole la cabeza como la más afilada de las espadas. Ris contempló helado cómo la cabeza de bronce caía a los pies de la estatua, quedando colocada de tal modo, que sus ojos vacíos parecieron clavarse en el anciano ¿Qué otra señal podía esperar?

Con sorprendente energía y ligereza para su edad, Ris se puso en pie y salió corriendo del edificio. La tormenta continuaba igual de furiosa, pero eso ya no le preocupaba. Tenía que ver al rey. Era imprescindible que le pusiera al tanto de las terribles novedades. El destino de los valate, puede que de todos los hombres, estaba en juego.

La reina salió sin hacer ruido del dormitorio, tras obligar a marcharse al médico, el cual, sospechaba, hacía más mal que bien al pobre enfermo con sus remedios, a cuál más extravagante. Su esposo dormía de nuevo en la gran cama tras otra crisis. Cada ataque le debilitaba un poco más. Escuchó un momento su respiración cada vez más trabajosa. Ya no tardaría mucho en cesar del todo. Sin embargo, ella tenía aún que solucionar muchas cosas antes de que eso ocurriera. Había conseguido ganar tiempo manteniendo el grave estado del rey en secreto. Pero más pronto que tarde, saldría a la luz. Tenía que actuar deprisa, pues su futuro dependía de ello.

El ambiente en la antecámara del rey era muy diferente al de la inmensa alcoba que acababa de abandonar. La luz de un resplandeciente día de verano se colaba a través de las altas ventanas. Abajo, en la ciudad, a lo largo y ancho de todo el reino, la gente sin duda aceleraba los preparativos para la gran celebración que tendría lugar dos días después. Sin embargo, a pesar de la hora y de la fecha, en la habitación reinaba el silencio. Se acercó a una de las ventanas y miró hacia el exterior. No lo llamaban Palacio de las Nubes sin motivo. Tanto el palacio real como el complejo que contenía el templo de Nin, se encontraban sobre la elevación más alta de la alargada península, donde se hallaba la capital, Taros. Esta elevación, allanada artificialmente muchos siglos atrás, se hallaba también en la parte más alejada de tierra firme. Ambos edificios ocupaban los extremos de la amplia explanada, lejos del bullicio, el polvo y los olores de la ciudad que se extendía más abajo.

Se separó de la ventana imaginando qué pensarían sus súbditos, cuando dos días después, se congregaran en esa misma explanada, esperando ver aparecer al rey para que les bendijera como cada año, y Belcentes, el Justo, no apareciera. Si las cosas salían como ella esperaba, este año la gran celebración de La Llegada, sería también la fiesta de coronación de su hijo Andamar. Tal y como se encontraba, era realmente improbable que el rey aguantara siquiera un día más, mucho menos, dos.

Sus esperanzas se habían renovado, y esta mañana, el destino parecía mucho más a su favor que dos días atrás ¿Quién le iba a decir que un rayo cayendo de lleno sobre el templo le iba a dar la ocasión que necesitaba para lograr su objetivo? Pero, a pesar de todo, no debería sorprenderse. En su vida, las cosas siempre habían ocurrido así, cuando ya no las esperaba. Su destino se había dado la vuelta repentinamente en más de una ocasión.

Sólo dos días antes, parecía que todo estaba perdido para ella. De sobra sabía que el rey hacía tiempo que había nombrado su sucesor. Garpa no pudo evitar estremecerse al pensarlo. Cuando Belcentes muriese, le sucedería su hijo primogénito, Domusal. Sin duda, así figuraría en el testamento del rey custodiado en el templo. Pero ahora, ella tenía al sumo sacerdote a su merced. Todo era todavía posible.

Se acercó a la enorme puerta doble de la antecámara, y ordenó a uno de los centinelas que hiciera llamar al mayordomo de palacio, quien ostentaba la máxima autoridad sobre todo el personal que atendía la administración real. No tuvo que esperar mucho para que el hombrecillo acudiera, casi sin resuello. Voro era descendiente de una larga dinastía de eficientes y leales funcionarios de palacio. Ya hacía bastante que había abandonado la juventud, pero su cuerpo enjuto y nervudo le permitía seguir siendo tan eficaz y rápido como siempre. No venía solo, sin embargo.

Aunque su humor distaba mucho de ser alegre, Garpa tuvo que sonreír fugazmente, al ver el contraste entre el nervioso y acelerado Voro, y el paso pausado, casi solemne, del sacerdote Palas. Éste mantenía el aire impasible y digno propio de su rango de segundo de Ris el Venerable. Ambos hicieron una respetuosa inclinación de cabeza ante la reina antes de entrar en la antecámara.

─Me complace que estés ya en palacio, Palas. Me disponía a llamarte justo después de terminar con Voro.

─Sentí que mi deber era venir a palacio. Y así lo hice en cuanto mis obligaciones en el templo me lo permitieron. Sin duda, sabes que he de sustituir al muy venerable Ris, ahora que no está. Los últimos acontecimientos…─ Se interrumpió al ver cómo la reina alzaba una mano, ordenándole silencio. Hizo una nueva inclinación, y se dispuso a esperar.

─Ya trataremos esos asuntos después. Ahora, precisamente quiero que tú vayas a buscar al Venerable, y lo traigas a mi presencia─ .La reina dijo, dirigiéndose a Voro, que, con una nueva inclinación, comenzó a caminar hacia la puerta.

─Se hará como ordenes, mi reina─ .dijo el hombrecillo, y salió de la estancia. A Garpa no le pasó desapercibida la expresión de Palas.

─No tienes que ponerte tan solemne y digno. Sé muy bien cómo se trata a un sumo sacerdote de Nin. Te aseguro que Ris ha permanecido en todo momento en lugar seguro, sin el menor riesgo físico, ni menoscabo de su venerable persona.

─Y supongo que no me equivoco, si deduzco que así continuará por tiempo indefinido─ .Palas dijo, con cierto retintín.

─Bien. Yo no tengo la culpa de que sólo él tenga acceso a los documentos reales a parte de mi esposo. Lo único que ha de hacer es cooperar conmigo. Permitirme ver el testamento real.

─Para que puedas hacer que el rey lo cambie, supongo.

─Para corregir una injusticia antes de que ocurra─ .Garpa dijo, alzando la barbilla.

─¿Cómo puede ser una injusticia cuando se ajusta a la ley?─ Palas preguntó con sorna ─.Domusal es el primogénito. Le corresponde ocupar el trono tras la muerte de su padre.

─Será el primogénito. Pero todo el mundo sabe que mi hijo tiene infinitamente más legitimidad. Desciende de los más altos linajes, mientras que la madre de Domusal…

─Lo sé, lo sé. Era de sangre mezclada. No me malinterpretes, mi señora. Yo estoy totalmente de acuerdo contigo en que no debemos permitir que se corrompa nuestra sagrada tradición. Pero tú sabes tan bien como yo, que Domusal no está solo, y le ampara la ley, aunque en este caso, vaya en contra del bien de los valate.

─Demasiado bien lo sé. Y que Ris es su principal apoyo.

─Por eso le has hecho apresar. Y no tienes intención de liberarle ¿Me equivoco?

─No está preso, como te acabo de decir. Pero, sin duda, ya es hora de que el muy venerable Ris se tome un merecido descanso, después de servir al templo y al reino durante tantos años. Y tú serás el mayor beneficiado. Yo me encargaré personalmente de que mi hijo te nombre sumo sacerdote y Primer Consejero del rey… ¿Por qué pones esa cara? ¿Dudas de que cumpliré mi palabra, o acaso de que Andamar sea el próximo rey de Kynán?

─Jamás osaría dudar de ti, mi reina─ .Palas se apresuró a decir bajando la mirada respetuosamente. ─Pero, tal vez, no esté todo tan controlado como crees─ .Continuó sin alzar la mirada.

─¿A qué te refieres? Sabes que es imprescindible que la gravedad del rey se mantenga en secreto hasta que yo pueda asegurarme de que Andamar sea el sucesor. Sólo tú y esos inútiles que se hacen llamar médicos, sabéis la verdad. Ellos me temen demasiado para hablar…

─Oh, no, mi señora Garpa. Nadie se ha de enterar por mí. Pero recuerda que el Venerable vino hace dos noches para hablar con el rey. Y, aunque se le informara de que no se encontraba en palacio, Ris no es estúpido… No quiero decir que él se haya dedicado a propagar rumores, por supuesto, pero su protegido no se encuentra en el templo por lo menos desde anoche.

─Te refieres a ese pequeño bastardo… Yaluc se llama ¿no es así?─ Garpa dijo intentando mantener la frialdad, aunque no era nada fácil.

Ese mocoso era sólo la más reciente de las humillaciones a las que su esposo la había sometido. Como la mujer inteligente y astuta que era, se había mantenido siempre puntualmente informada de todo. Sabía que Ris mantenía al chico como su protegido en el templo. Seguramente por orden del propio rey. Nunca había podido averiguar quién era la madre del crío ni por qué su esposo tenía tanto interés en mantenerle cerca. La madre podría ser cualquier sirvienta, quién sabe. Aunque eso ya no la preocupaba, porque al parecer, quien quiera que fuese ya estaba muerta.

─Estoy bastante seguro de que Ris lo ha escondido, temiendo lo que podrías hacer a la muerte del rey. Por eso he venido, para informarte.

─Ese mocoso no debe preocuparnos. Aunque quisiera reclamar el trono como hijo del rey, apenas es un niño. No sólo mi hijo le supera en edad. Dudo mucho de que Domusal se quedase tan tranquilo. No, Yaluc no es un riesgo para mi hijo. Sin embargo─ ,dijo pensativa…─tiene la misma edad que mi nieto Naadur. Pero ocupémonos de cada cosa a su tiempo. Retírate, vuelve al templo y procura que no se extiendan rumores indeseados.

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Prólogo

Aún el cielo estaba oscuro, a excepción de una mínima franja al oriente, que anunciaba el cercano amanecer. La amplia llanura apenas se podía distinguir a la tenue luz. El imponente silencio sólo se rompía por los graznidos de los buitres que poco a poco, iban llegando cada vez en mayor número, atraídos por los numerosos cadáveres. Pronto, las hienas y otras bestias carroñeras se unirían al festín.

Apenas unas horas antes, esa misma llanura silenciosa se encontraba sumida en el fragor de la batalla. Lentamente, la luz del día desplazaba a la oscuridad. El día se anunciaba claro y luminoso. Mirando el cielo, sería difícil adivinar que unas horas antes, el lugar estaba dominado por la espesa polvareda que levantaban los cascos de cientos de caballos y los pies de miles de hombres, y el aire lleno del hedor que producían el sudor y la sangre al mezclarse. Todo era quietud ahora, y las voces de los hombres habían sido sustituidas por las de las bestias.

A través de la leve bruma del amanecer, tres figuras a caballo se movían como espectros entre tantos muertos. Los tres lucían cabellera rojiza y poblada barba. El mayor, que iba delante, mostraba ya algunos cabellos grises. Su porte era magnífico a pesar de su gesto de evidente pesadumbre ante el espectáculo que se mostraba ante él. Su casco y coraza dorados con elaborados grabados, así como la riqueza de los arreos de su caballo, ponían bien de manifiesto que se trataba de un rey.

Detrás de él, cabalgaban a la par dos jóvenes que guardaban entre sí tal parecido, que muy bien podrían ser hermanos, aunque uno de ellos, un verdadero coloso, era mucho más corpulento que el otro. Sus armaduras y arreos no desmerecían a las del rey que les precedía, y sus semblantes reflejaban la misma pesadumbre.

El rey pronto daría la orden para que los cadáveres de sus hombres fuesen recogidos para ser honrados como merecían. Las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos del color del mar. Tantos valerosos jóvenes, tantas vidas una vez más desperdiciadas. En última instancia, su ejército había ganado la batalla, impidiendo el avance de los enemigos, pero a qué altísimo precio. En el fondo de su corazón sabía que ésta tampoco había sido la batalla definitiva. Los ejércitos se replegarían, cada bando procuraría rearmarse y nutrirse de nuevos hombres, y todo volvería a empezar. Cada vez más a menudo se preguntaba si había merecido la pena tanta sangre derramada. Pero estaba atrapado en esta guerra que duraba ya diez años y cuyo fin nadie adivinaba. Había obtenido una nueva victoria, sí. Pero el día que amanecía no sería de gloria, sino de luto

1

Encrucijadas

Diez años atrás…

El anciano sacerdote se volvió a encoger de miedo cuando un nuevo trueno hizo temblar hasta los cimientos el majestuoso y milenario edificio del templo. Pocas veces en su larga vida había sido testigo de una tormenta como aquélla. El viento aullaba como una bestia furiosa, colándose por cualquier rendija y haciendo oscilar las llamas de las numerosas velas que apenas lograban iluminar el inmenso recinto. La lluvia azotaba los castigados muros con tal fuerza que parecía querer arrancar el templo de cuajo y arrastrarlo hacia quién sabe qué desconocido lugar. Pero lo peor eran los rayos que caían cada vez más cerca.

El frágil anciano de afeitada cabeza y rala barba, tan blanca como su desgastada túnica, oraba tembloroso frente a la imponente estatua del dios Nin, que lo mostraba en todo su poder. La estatua, del bronce más bruñido, era de tamaño colosal, como corresponde al más grande y poderoso de los dioses. El mismo que había salvado al pueblo de los valate de una segura destrucción tantos siglos atrás, guiándolos hacia el que había sido su hogar desde entonces. Un hogar bueno dónde habían prosperado. El mismo que siempre los había favorecido dándoles la victoria en todas las batallas, y convirtiendo al pueblo valate en el más poderoso del mundo. Pero ahora, todo parecía indicar que el gran dios no estaba complacido.

El sacerdote seguía pronunciando en voz baja su letanía, implorando la misericordia de Nin, o al menos una señal que le indicase qué debían corregir para recuperar su benevolencia. Temblaba recordando la antigua profecía que uno de sus antecesores había realizado siglos atrás ¿Habría llegado el momento anunciado? ¿Sería él, el humilde Ris, el último sumo sacerdote de Nin?

En estas consideraciones se hallaba inmerso, cuando de pronto, el día pareció inundar el interior del templo a pesar de que era pasada la medianoche. A la deslumbrante luz, le siguió un estruendo como Ris jamás había escuchado, que hizo temblar el suelo, haciéndole caer a él de bruces. Y luego, la oscuridad, el frío y el agua empapándole, que le hicieron mirar a su alrededor, y darse cuenta de que un gran agujero se había formado justo sobre su cabeza. Donde hasta un momento antes, se encontraba la cúpula del templo, había ahora un vacío por el que entraba la lluvia torrencial. Con el corazón a punto de salírsele del pecho, contempló atónito que los escombros de la cúpula habían caído a su alrededor ¿Cómo es que ninguna de esas grandes piedras le había aplastado?

No tuvo tiempo, sin embargo, para seguir haciéndose preguntas, pues ante sus asombrados ojos, ocurrió un fenómeno aún más aterrador. Un rayo atravesó el hueco del techo y fue a caer de lleno sobre la estatua de Nin cortándole la cabeza como la más afilada de las espadas. Ris contempló helado cómo la cabeza de bronce caía a los pies de la estatua, quedando colocada de tal modo, que sus ojos vacíos parecieron clavarse en el anciano ¿Qué otra señal podía esperar?

Con sorprendente energía y ligereza para su edad, Ris se puso en pie y salió corriendo del edificio. La tormenta continuaba igual de furiosa, pero eso ya no le preocupaba. Tenía que ver al rey. Era imprescindible que le pusiera al tanto de las terribles novedades. El destino de los valate, puede que de todos los hombres, estaba en juego.

La reina salió sin hacer ruido del dormitorio, tras obligar a marcharse al médico, el cual, sospechaba, hacía más mal que bien al pobre enfermo con sus remedios, a cuál más extravagante. Su esposo dormía de nuevo en la gran cama tras otra crisis. Cada ataque le debilitaba un poco más. Escuchó un momento su respiración cada vez más trabajosa. Ya no tardaría mucho en cesar del todo. Sin embargo, ella tenía aún que solucionar muchas cosas antes de que eso ocurriera. Había conseguido ganar tiempo manteniendo el grave estado del rey en secreto. Pero más pronto que tarde, saldría a la luz. Tenía que actuar deprisa, pues su futuro dependía de ello.

El ambiente en la antecámara del rey era muy diferente al de la inmensa alcoba que acababa de abandonar. La luz de un resplandeciente día de verano se colaba a través de las altas ventanas. Abajo, en la ciudad, a lo largo y ancho de todo el reino, la gente sin duda aceleraba los preparativos para la gran celebración que tendría lugar dos días después. Sin embargo, a pesar de la hora y de la fecha, en la habitación reinaba el silencio. Se acercó a una de las ventanas y miró hacia el exterior. No lo llamaban Palacio de las Nubes sin motivo. Tanto el palacio real como el complejo que contenía el templo de Nin, se encontraban sobre la elevación más alta de la alargada península, donde se hallaba la capital, Taros. Esta elevación, allanada artificialmente muchos siglos atrás, se hallaba también en la parte más alejada de tierra firme. Ambos edificios ocupaban los extremos de la amplia explanada, lejos del bullicio, el polvo y los olores de la ciudad que se extendía más abajo.

Se separó de la ventana imaginando qué pensarían sus súbditos, cuando dos días después, se congregaran en esa misma explanada, esperando ver aparecer al rey para que les bendijera como cada año, y Belcentes, el Justo, no apareciera. Si las cosas salían como ella esperaba, este año la gran celebración de La Llegada, sería también la fiesta de coronación de su hijo Andamar. Tal y como se encontraba, era realmente improbable que el rey aguantara siquiera un día más, mucho menos, dos.

Sus esperanzas se habían renovado, y esta mañana, el destino parecía mucho más a su favor que dos días atrás ¿Quién le iba a decir que un rayo cayendo de lleno sobre el templo le iba a dar la ocasión que necesitaba para lograr su objetivo? Pero, a pesar de todo, no debería sorprenderse. En su vida, las cosas siempre habían ocurrido así, cuando ya no las esperaba. Su destino se había dado la vuelta repentinamente en más de una ocasión.

Sólo dos días antes, parecía que todo estaba perdido para ella. De sobra sabía que el rey hacía tiempo que había nombrado su sucesor. Garpa no pudo evitar estremecerse al pensarlo. Cuando Belcentes muriese, le sucedería su hijo primogénito, Domusal. Sin duda, así figuraría en el testamento del rey custodiado en el templo. Pero ahora, ella tenía al sumo sacerdote a su merced. Todo era todavía posible.

Se acercó a la enorme puerta doble de la antecámara, y ordenó a uno de los centinelas que hiciera llamar al mayordomo de palacio, quien ostentaba la máxima autoridad sobre todo el personal que atendía la administración real. No tuvo que esperar mucho para que el hombrecillo acudiera, casi sin resuello. Voro era descendiente de una larga dinastía de eficientes y leales funcionarios de palacio. Ya hacía bastante que había abandonado la juventud, pero su cuerpo enjuto y nervudo le permitía seguir siendo tan eficaz y rápido como siempre. No venía solo, sin embargo.

Aunque su humor distaba mucho de ser alegre, Garpa tuvo que sonreír fugazmente, al ver el contraste entre el nervioso y acelerado Voro, y el paso pausado, casi solemne, del sacerdote Palas. Éste mantenía el aire impasible y digno propio de su rango de segundo de Ris el Venerable. Ambos hicieron una respetuosa inclinación de cabeza ante la reina antes de entrar en la antecámara.

─Me complace que estés ya en palacio, Palas. Me disponía a llamarte justo después de terminar con Voro.

─Sentí que mi deber era venir a palacio. Y así lo hice en cuanto mis obligaciones en el templo me lo permitieron. Sin duda, sabes que he de sustituir al muy venerable Ris, ahora que no está. Los últimos acontecimientos…─ Se interrumpió al ver cómo la reina alzaba una mano, ordenándole silencio. Hizo una nueva inclinación, y se dispuso a esperar.

─Ya trataremos esos asuntos después. Ahora, precisamente quiero que tú vayas a buscar al Venerable, y lo traigas a mi presencia.─ La reina dijo, dirigiéndose a Voro, que, con una nueva inclinación, comenzó a caminar hacia la puerta.

─Se hará como ordenes, mi reina─ Dijo el hombrecillo, y salió de la estancia. A Garpa no le pasó desapercibida la expresión de Palas.

─No tienes que ponerte tan solemne y digno. Sé muy bien cómo se trata a un sumo sacerdote de Nin. Te aseguro que Ris ha permanecido en todo momento en lugar seguro, sin el menor riesgo físico, ni menoscabo de su venerable persona─

─Y supongo que no me equivoco, si deduzco que así continuará por tiempo indefinido─ Palas dijo, con cierto retintín.

─Bien. Yo no tengo la culpa de que sólo él tenga acceso a los documentos reales a parte de mi esposo. Lo único que ha de hacer es cooperar conmigo. Permitirme ver el testamento real─

─Para que puedas hacer que el rey lo cambie, supongo─

─Para corregir una injusticia antes de que ocurra─ Garpa dijo, alzando la barbilla.

─¿Cómo puede ser una injusticia cuando se ajusta a la ley?─ Palas preguntó con sorna. ─Domusal es el primogénito. Le corresponde ocupar el trono tras la muerte de su padre─

─Será el primogénito. Pero todo el mundo sabe que mi hijo tiene infinitamente más legitimidad. Desciende de los más altos linajes, mientras que la madre de Domusal…─

─Lo sé, lo sé. Era de sangre mezclada. No me malinterpretes, mi señora. Yo estoy totalmente de acuerdo contigo en que no debemos permitir que se corrompa nuestra sagrada tradición. Pero tú sabes tan bien como yo, que Domusal no está solo, y le ampara la ley, aunque en este caso, vaya en contra del bien de los valate─

─Demasiado bien lo sé. Y que Ris es su principal apoyo─

─Por eso le has hecho apresar. Y no tienes intención de liberarle ¿Me equivoco?─

─No está preso, como te acabo de decir. Pero, sin duda, ya es hora de que el muy venerable Ris se tome un merecido descanso, después de servir al templo y al reino durante tantos años. Y tú serás el mayor beneficiado. Yo me encargaré personalmente de que mi hijo te nombre sumo sacerdote y Primer Consejero del rey… ¿Por qué pones esa cara? ¿Dudas de que cumpliré mi palabra, o acaso de que Andamar sea el próximo rey de Kynán?─

─Jamás osaría dudar de ti, mi reina─ Palas se apresuró a decir bajando la mirada respetuosamente. ─Pero, tal vez, no esté todo tan controlado como crees─ Continuó sin alzar la mirada.

─¿A qué te refieres? Sabes que es imprescindible que la gravedad del rey se mantenga en secreto hasta que yo pueda asegurarme de que Andamar sea el sucesor. Sólo tú y esos inútiles que se hacen llamar médicos, sabéis la verdad. Ellos me temen demasiado para hablar…─

─Oh, no, mi señora Garpa. Nadie se ha de enterar por mí. Pero recuerda que el Venerable vino hace dos noches para hablar con el rey. Y, aunque se le informara de que no se encontraba en palacio, Ris no es estúpido… No quiero decir que él se haya dedicado a propagar rumores, por supuesto, pero su protegido no se encuentra en el templo por lo menos desde anoche─

─Te refieres a ese pequeño bastardo… Yaluc se llama ¿no es así?─ Garpa dijo intentando mantener la frialdad, aunque no era nada fácil. Ese mocoso era sólo la más reciente de las humillaciones a las que su esposo la había sometido. Como la mujer inteligente y astuta que era, se había mantenido siempre puntualmente informada de todo. Sabía que Ris mantenía al chico como su protegido en el templo. Seguramente por orden del propio rey. Nunca había podido averiguar quién era la madre del crío ni por qué su esposo tenía tanto interés en mantenerle cerca. La madre podría ser cualquier sirvienta, quién sabe. Aunque eso ya no la preocupaba, porque al parecer, quien quiera que fuese ya estaba muerta.

─Estoy bastante seguro de que Ris lo ha escondido, temiendo lo que podrías hacer a la muerte del rey. Por eso he venido, para informarte─

─Ese mocoso no debe preocuparnos. Aunque quisiera reclamar el trono como hijo del rey, apenas es un niño. No sólo mi hijo le supera en edad. Dudo mucho de que Domusal se quedase tan tranquilo. No, Yaluc no es un riesgo para mi hijo. Sin embargo─ Dijo pensativa…─tiene la misma edad que mi nieto Naadur. Pero ocupémonos de cada cosa a su tiempo. Retírate, vuelve al templo y procura que no se extiendan rumores indeseados─

Mientras esperaba que trajeran a Ris a su presencia, Garpa entró de nuevo en el dormitorio del rey. Seguía dormido y respirando con la misma dificultad. Se acercó al lecho y le contempló. Incluso después de todos esos años y del mucho sufrimiento que ese hombre le había causado, no pudo evitar que la emoción la embargara. La enfermedad le había consumido casi hasta los huesos. Ya no había rastro del apuesto y fornido príncipe de cabellos de fuego con el que se había casado 35 años atrás. Dejó escapar un suspiro resignado mientras retiraba con cuidado un mechón gris de la fría y húmeda frente del rey. A pesar de todo, le seguía amando. Qué diferente habría podido ser su vida juntos si sólo él hubiera querido.

Se sentó al borde de la gran cama, y dejó que la invadiesen los recuerdos. El sentimentalismo era un lujo que no solía permitirse, ni siquiera a solas. Pero éstas muy bien podrían ser las últimas horas de Belcentes en el mundo de los vivos. A nadie, por tanto, debería extrañarle que rememorase su vida con él.

Naturalmente, Garpa había conocido a Belcentes toda su vida. Ella pertenecía a uno de los más elevados linajes, sólo por debajo del linaje Damoy, cuyos miembros eran los únicos con derecho a ocupar el trono. Por tanto, sus visitas a palacio eran frecuentes, así como las de la familia real a las inmensas y ricas heredades de los Gormaron. Belcentes era ya un muchacho de 10 años, a punto de iniciar su instrucción militar, cuando Garpa nació. Pero eso no había evitado que ella, como la mayoría, si no todas las jóvenes damas, suspirara por el apuesto príncipe. Lo de suspirar, claro está, en el caso de Garpa no es más que un modo de hablar. Nada menos propio de su carácter.

Estaba ella a punto ya de cumplir los 20 años, y precisamente ese carácter fuerte y mal genio suyos habían espantado uno tras otro a todos sus pretendientes. De tal modo que, aun siendo Garpa una dama de tan alta cuna, sus padres empezaban a temer que no habría pretendiente capaz de convertirse en su esposo. A pesar de todo, ella no compartía las preocupaciones de sus padres. El hermoso príncipe Belcentes ya tenía esposa, con lo que quedaba fuera de su alcance, y de los demás, ninguno había conseguido despertar su interés en lo más mínimo.

Que Belcentes estuviera ya casado no hacía sino aumentar su atractivo a ojos de Garpa, pues aquel matrimonio nunca tuvo la aprobación del rey. Belcentes había desafiado la autoridad de su padre, lo que ya en sí sería grave, pero, además, siendo su padre el rey la cosa era mucho peor. El príncipe rebelde se convirtió en su amor secreto. Y entonces, ocurrió lo más inesperado. Como le ocurriría numerosas veces a lo largo de su vida, el destino de Garpa cambió de la noche a la mañana.

Los reyes lograron al fin obligar a su díscolo hijo a que repudiase a su amada Heusa, quien de ninguna manera podría ocupar el lugar de reina. Naturalmente, todo el mundo, Garpa también, sabía que Belcentes sólo había cedido cuando su padre le amenazó con desheredarle y nombrar sucesor a su otro hijo. La ambición de reinar fue más poderosa que el amor por Heusa. A Garpa, eso la desilusionó, y estaba segura de que fue la última vez que se había dejado llevar por los sentimientos. Todo cambió, claro está, cuando sus padres le anunciaron que los reyes querían que Belcentes desposara a una dama digna de ser reina, y ella era la elegida.

A pesar de saber que Belcentes la desposaba sólo para no perder su posición como príncipe heredero, Garpa se casó ilusionada. Y, al principio, todo pareció darle la razón. Si no enamorado, Belcentes al menos era atento y gentil con ella. Garpa no tardó en descubrir que el príncipe no poseía un carácter fuerte, que procuraba evitar los enfrentamientos, y era perfectamente feliz si las cosas transcurrían sin sobresaltos. Al parecer, tomar como esposa a una mujer a la que sus padres no aprobaban era a lo máximo que Belcentes podía llegar en cuanto a imponer su voluntad, aunque, por lo visto, su ambición de ser rey era con mucho la pasión más poderosa en él. Garpa tendría tiempo de comprobar su error de cálculo.

Sin embargo, los primeros años de convivencia no pudieron ir mejor. Garpa estaba convencida de que, si ella había experimentado alguna vez la felicidad, había sido en aquellos escasos tres años desde sus esponsales hasta el nacimiento de su segundo hijo. Porque entonces, el viejo rey murió, Belcentes ascendió al trono de Kynán, y la vida de Garpa cambió para siempre.

El cambio no vino sólo porque ahora ella era la reina, sino, sobre todo, porque Belcentes se convirtió prácticamente en un desconocido. Casi el mismo día de la coronación, hizo traer a los hijos de Heusa a vivir a palacio, y Garpa tuvo que soportar la humillación de que se criaran y educaran junto a sus propios hijos. Aunque no fueran más que unos niños (Domusal, el mayor, apenas tenía 12 años), no pudo evitar odiarlos tanto como a su madre. Belcentes no se atrevió a traer también a Heusa, pero no hizo falta. Garpa sabía bien que el rey iba a verla a menudo, y jamás volvió al lecho de la reina.

Ni siquiera cuando Heusa murió tras larga enfermedad, recuperó Garpa a su esposo. Primero, la inmensa pena que le causó la muerte de su única amada casi le hace perecer también a él. De nada le sirvió a Garpa acudir solícita a consolarle. La apatía que le caracterizaba se agudizó. Garpa tenía la sensación de que la culpaba a ella, cuando él mismo había elegido dejar a Heusa para ser rey. No obstante, Garpa ganó algo. No consiguió que Belcentes regresara a su lecho, pero sí que, dada su debilidad de carácter, se apoyara en gran medida en ella para afrontar el difícil oficio de reinar. La gente adoraba a Belcentes, le llamaban ─el justo─, porque su largo reinado había supuesto un periodo de paz y prosperidad para su reino. Qué poco sabían quién llevaba verdaderamente el timón.

Sin embargo, a Garpa no le importaba que el rey se llevara la gloria, porque sentía que ayudarle a gobernar era su deber. Por eso también creía que, en justicia, el trono debía ser para su hijo, no para el de ─ella─. Con seguridad, podría hacerle ver a ese anciano testarudo que era Ris, que ella tenía razón. Justo en ese momento, sonaron unos discretos golpes en la puerta.

Garpa se sorprendió de ver que no era Voro con el Venerable quien estaba al otro lado de la puerta. Mientras su sonrisa se ensanchaba, como siempre que la veía, la reina hizo pasar a la antecámara a su muy amada hija.

─Nará querida. No te esperaba tan pronto─ Exclamó encantada, abrazando a la otra mujer. Nará, hija mayor de Belcentes y Garpa era incluso más alta que su madre. De figura tan delgada y elegante como la reina, a quien, según muchos, incluso superaba en belleza, sus rojos cabellos y ojos verde azulados, la asemejaban, sin embargo, inequívocamente a su padre. Aunque iba ataviada con la sencilla túnica azul claro de las Doncellas de la Luna y llevaba el cabello cubierto con un velo, sin joyas ni adorno alguno, su belleza seguía deslumbrando a los hombres, que, con frecuencia, olvidaban su elevado y sagrado rango de Primera Doncella. Correspondió al abrazo de su madre con el mismo afecto, aunque su semblante permaneció más sereno.

─Afortunadamente, ya me hallaba preparada para venir para las ceremonias de La Llegada, cuando tu enviado arribó a la isla. Como tu mensaje decía que urgía mi presencia aquí, he venido con él en su pequeña embarcación para ir más rápido. Y bien, madre ¿Por qué me has llamado con tanta prisa, sin poder esperar a verme dentro de dos días?─

─Él no aguantará dos días, me temo. Es una suerte que ya estés aquí. Ojalá tu hermano pueda también llegar antes de que sea demasiado tarde ─

─¿También has hecho llamar a Andamar?─ Nará preguntó sorprendida. ─Y ¿a qué te refieres con que él no tiene dos días? ¿Quién…?─ Nará no acabó la pregunta, pues su madre ya la tomaba de la mano, guiándola hacia la alcoba real. Se hizo entonces la luz en su mente. ─¿Padre? Pero las noticias de los mensajeros decían que estaba completamente repuesto de su enfriamiento del pasado invierno…─ Garpa se detuvo un momento. Se volvió para mirar a su hija, y le apretó ambas manos entre las suyas.

─Yo hice correr esa noticia para ganar tiempo. Lo cierto es que vuestro padre está muy próximo a reunirse con los Antepasados. Os he hecho llamar a ti y a Andamar para que podáis despediros, y para que entre los tres nos preparemos lo mejor posible para lo que ha de venir─

─Pero, si padre se encuentra ya tan cercano a abandonar este mundo, todos sus hijos deberíamos estar junto a él. Has llamado también a nuestros hermanos ¿verdad?─ La expresión de Garpa se endureció. No podía evitar que sus hijos hubieran congeniado con los hijos de Heusa, pero no podía permitir que una debilidad sentimental arruinase sus planes. Andamar y Nará seguramente se lo tomarían mal, pero acabarían por comprender que era lo mejor. Ella se encargaría de que así fuera.

─No. Sólo nosotros tres hemos de estar presentes. El futuro de nuestra familia, y de todo el reino, depende de ello. Te lo explicaré y lo entenderás─

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