Lee gratis el comienzo de «Señores del Mundo»

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Prólogo

Aún el cielo estaba oscuro, a excepción de una mínima franja al oriente, que anunciaba el cercano amanecer. La amplia llanura apenas se podía distinguir a la tenue luz. El imponente silencio sólo se rompía por los graznidos de los buitres que poco a poco, iban llegando cada vez en mayor número, atraídos por los numerosos cadáveres. Pronto, las hienas y otras bestias carroñeras se unirían al festín.

Apenas unas horas antes, esa misma llanura silenciosa se encontraba sumida en el fragor de la batalla. Lentamente, la luz del día desplazaba a la oscuridad. El día se anunciaba claro y luminoso. Mirando el cielo, sería difícil adivinar que unas horas antes, el lugar estaba dominado por la espesa polvareda que levantaban los cascos de cientos de caballos y los pies de miles de hombres, y el aire lleno del hedor que producían el sudor y la sangre al mezclarse. Todo era quietud ahora, y las voces de los hombres habían sido sustituidas por las de las bestias.

A través de la leve bruma del amanecer, tres figuras a caballo se movían como espectros entre tantos muertos. Los tres lucían cabellera rojiza y poblada barba. El mayor, que iba delante, mostraba ya algunos cabellos grises. Su porte era magnífico a pesar de su gesto de evidente pesadumbre ante el espectáculo que se mostraba ante él. Su casco y coraza dorados con elaborados grabados, así como la riqueza de los arreos de su caballo, ponían bien de manifiesto que se trataba de un rey.

Detrás de él, cabalgaban a la par dos jóvenes que guardaban entre sí tal parecido, que muy bien podrían ser hermanos, aunque uno de ellos, un verdadero coloso, era mucho más corpulento que el otro. Sus armaduras y arreos no desmerecían a las del rey que les precedía, y sus semblantes reflejaban la misma pesadumbre.

El rey pronto daría la orden para que los cadáveres de sus hombres fuesen recogidos para ser honrados como merecían. Las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos del color del mar. Tantos valerosos jóvenes, tantas vidas una vez más desperdiciadas. En última instancia, su ejército había ganado la batalla, impidiendo el avance de los enemigos, pero a qué altísimo precio. En el fondo de su corazón sabía que ésta tampoco había sido la batalla definitiva. Los ejércitos se replegarían, cada bando procuraría rearmarse y nutrirse de nuevos hombres, y todo volvería a empezar. Cada vez más a menudo se preguntaba si había merecido la pena tanta sangre derramada. Pero estaba atrapado en esta guerra que duraba ya diez años y cuyo fin nadie adivinaba. Había obtenido una nueva victoria, sí. Pero el día que amanecía no sería de gloria, sino de luto

1

Encrucijadas

Diez años atrás…

El anciano sacerdote se volvió a encoger de miedo cuando un nuevo trueno hizo temblar hasta los cimientos el majestuoso y milenario edificio del templo. Pocas veces en su larga vida había sido testigo de una tormenta como aquélla. El viento aullaba como una bestia furiosa, colándose por cualquier rendija y haciendo oscilar las llamas de las numerosas velas que apenas lograban iluminar el inmenso recinto. La lluvia azotaba los castigados muros con tal fuerza que parecía querer arrancar el templo de cuajo y arrastrarlo hacia quién sabe qué desconocido lugar. Pero lo peor eran los rayos que caían cada vez más cerca.

El frágil anciano de afeitada cabeza y rala barba, tan blanca como su desgastada túnica, oraba tembloroso frente a la imponente estatua del dios Nin, que lo mostraba en todo su poder. La estatua, del bronce más bruñido, era de tamaño colosal, como corresponde al más grande y poderoso de los dioses. El mismo que había salvado al pueblo de los valate de una segura destrucción tantos siglos atrás, guiándolos hacia el que había sido su hogar desde entonces. Un hogar bueno dónde habían prosperado. El mismo que siempre los había favorecido dándoles la victoria en todas las batallas, y convirtiendo al pueblo valate en el más poderoso del mundo. Pero ahora, todo parecía indicar que el gran dios no estaba complacido.

El sacerdote seguía pronunciando en voz baja su letanía, implorando la misericordia de Nin, o al menos una señal que le indicase qué debían corregir para recuperar su benevolencia. Temblaba recordando la antigua profecía que uno de sus antecesores había realizado siglos atrás ¿Habría llegado el momento anunciado? ¿Sería él, el humilde Ris, el último sumo sacerdote de Nin?

En estas consideraciones se hallaba inmerso, cuando de pronto, el día pareció inundar el interior del templo a pesar de que era pasada la medianoche. A la deslumbrante luz, le siguió un estruendo como Ris jamás había escuchado, que hizo temblar el suelo, haciéndole caer a él de bruces. Y luego, la oscuridad, el frío y el agua empapándole, que le hicieron mirar a su alrededor, y darse cuenta de que un gran agujero se había formado justo sobre su cabeza. Donde hasta un momento antes, se encontraba la cúpula del templo, había ahora un vacío por el que entraba la lluvia torrencial. Con el corazón a punto de salírsele del pecho, contempló atónito que los escombros de la cúpula habían caído a su alrededor ¿Cómo es que ninguna de esas grandes piedras le había aplastado?

No tuvo tiempo, sin embargo, para seguir haciéndose preguntas, pues ante sus asombrados ojos, ocurrió un fenómeno aún más aterrador. Un rayo atravesó el hueco del techo y fue a caer de lleno sobre la estatua de Nin cortándole la cabeza como la más afilada de las espadas. Ris contempló helado cómo la cabeza de bronce caía a los pies de la estatua, quedando colocada de tal modo, que sus ojos vacíos parecieron clavarse en el anciano ¿Qué otra señal podía esperar?

Con sorprendente energía y ligereza para su edad, Ris se puso en pie y salió corriendo del edificio. La tormenta continuaba igual de furiosa, pero eso ya no le preocupaba. Tenía que ver al rey. Era imprescindible que le pusiera al tanto de las terribles novedades. El destino de los valate, puede que de todos los hombres, estaba en juego.

La reina salió sin hacer ruido del dormitorio, tras obligar a marcharse al médico, el cual, sospechaba, hacía más mal que bien al pobre enfermo con sus remedios, a cuál más extravagante. Su esposo dormía de nuevo en la gran cama tras otra crisis. Cada ataque le debilitaba un poco más. Escuchó un momento su respiración cada vez más trabajosa. Ya no tardaría mucho en cesar del todo. Sin embargo, ella tenía aún que solucionar muchas cosas antes de que eso ocurriera. Había conseguido ganar tiempo manteniendo el grave estado del rey en secreto. Pero más pronto que tarde, saldría a la luz. Tenía que actuar deprisa, pues su futuro dependía de ello.

El ambiente en la antecámara del rey era muy diferente al de la inmensa alcoba que acababa de abandonar. La luz de un resplandeciente día de verano se colaba a través de las altas ventanas. Abajo, en la ciudad, a lo largo y ancho de todo el reino, la gente sin duda aceleraba los preparativos para la gran celebración que tendría lugar dos días después. Sin embargo, a pesar de la hora y de la fecha, en la habitación reinaba el silencio. Se acercó a una de las ventanas y miró hacia el exterior. No lo llamaban Palacio de las Nubes sin motivo. Tanto el palacio real como el complejo que contenía el templo de Nin, se encontraban sobre la elevación más alta de la alargada península, donde se hallaba la capital, Taros. Esta elevación, allanada artificialmente muchos siglos atrás, se hallaba también en la parte más alejada de tierra firme. Ambos edificios ocupaban los extremos de la amplia explanada, lejos del bullicio, el polvo y los olores de la ciudad que se extendía más abajo.

Se separó de la ventana imaginando qué pensarían sus súbditos, cuando dos días después, se congregaran en esa misma explanada, esperando ver aparecer al rey para que les bendijera como cada año, y Belcentes, el Justo, no apareciera. Si las cosas salían como ella esperaba, este año la gran celebración de La Llegada, sería también la fiesta de coronación de su hijo Andamar. Tal y como se encontraba, era realmente improbable que el rey aguantara siquiera un día más, mucho menos, dos.

Sus esperanzas se habían renovado, y esta mañana, el destino parecía mucho más a su favor que dos días atrás ¿Quién le iba a decir que un rayo cayendo de lleno sobre el templo le iba a dar la ocasión que necesitaba para lograr su objetivo? Pero, a pesar de todo, no debería sorprenderse. En su vida, las cosas siempre habían ocurrido así, cuando ya no las esperaba. Su destino se había dado la vuelta repentinamente en más de una ocasión.

Sólo dos días antes, parecía que todo estaba perdido para ella. De sobra sabía que el rey hacía tiempo que había nombrado su sucesor. Garpa no pudo evitar estremecerse al pensarlo. Cuando Belcentes muriese, le sucedería su hijo primogénito, Domusal. Sin duda, así figuraría en el testamento del rey custodiado en el templo. Pero ahora, ella tenía al sumo sacerdote a su merced. Todo era todavía posible.

Se acercó a la enorme puerta doble de la antecámara, y ordenó a uno de los centinelas que hiciera llamar al mayordomo de palacio, quien ostentaba la máxima autoridad sobre todo el personal que atendía la administración real. No tuvo que esperar mucho para que el hombrecillo acudiera, casi sin resuello. Voro era descendiente de una larga dinastía de eficientes y leales funcionarios de palacio. Ya hacía bastante que había abandonado la juventud, pero su cuerpo enjuto y nervudo le permitía seguir siendo tan eficaz y rápido como siempre. No venía solo, sin embargo.

Aunque su humor distaba mucho de ser alegre, Garpa tuvo que sonreír fugazmente, al ver el contraste entre el nervioso y acelerado Voro, y el paso pausado, casi solemne, del sacerdote Palas. Éste mantenía el aire impasible y digno propio de su rango de segundo de Ris el Venerable. Ambos hicieron una respetuosa inclinación de cabeza ante la reina antes de entrar en la antecámara.

─Me complace que estés ya en palacio, Palas. Me disponía a llamarte justo después de terminar con Voro.

─Sentí que mi deber era venir a palacio. Y así lo hice en cuanto mis obligaciones en el templo me lo permitieron. Sin duda, sabes que he de sustituir al muy venerable Ris, ahora que no está. Los últimos acontecimientos…─ Se interrumpió al ver cómo la reina alzaba una mano, ordenándole silencio. Hizo una nueva inclinación, y se dispuso a esperar.

─Ya trataremos esos asuntos después. Ahora, precisamente quiero que tú vayas a buscar al Venerable, y lo traigas a mi presencia.─ La reina dijo, dirigiéndose a Voro, que, con una nueva inclinación, comenzó a caminar hacia la puerta.

─Se hará como ordenes, mi reina─ Dijo el hombrecillo, y salió de la estancia. A Garpa no le pasó desapercibida la expresión de Palas.

─No tienes que ponerte tan solemne y digno. Sé muy bien cómo se trata a un sumo sacerdote de Nin. Te aseguro que Ris ha permanecido en todo momento en lugar seguro, sin el menor riesgo físico, ni menoscabo de su venerable persona─

─Y supongo que no me equivoco, si deduzco que así continuará por tiempo indefinido─ Palas dijo, con cierto retintín.

─Bien. Yo no tengo la culpa de que sólo él tenga acceso a los documentos reales a parte de mi esposo. Lo único que ha de hacer es cooperar conmigo. Permitirme ver el testamento real─

─Para que puedas hacer que el rey lo cambie, supongo─

─Para corregir una injusticia antes de que ocurra─ Garpa dijo, alzando la barbilla.

─¿Cómo puede ser una injusticia cuando se ajusta a la ley?─ Palas preguntó con sorna. ─Domusal es el primogénito. Le corresponde ocupar el trono tras la muerte de su padre─

─Será el primogénito. Pero todo el mundo sabe que mi hijo tiene infinitamente más legitimidad. Desciende de los más altos linajes, mientras que la madre de Domusal…─

─Lo sé, lo sé. Era de sangre mezclada. No me malinterpretes, mi señora. Yo estoy totalmente de acuerdo contigo en que no debemos permitir que se corrompa nuestra sagrada tradición. Pero tú sabes tan bien como yo, que Domusal no está solo, y le ampara la ley, aunque en este caso, vaya en contra del bien de los valate─

─Demasiado bien lo sé. Y que Ris es su principal apoyo─

─Por eso le has hecho apresar. Y no tienes intención de liberarle ¿Me equivoco?─

─No está preso, como te acabo de decir. Pero, sin duda, ya es hora de que el muy venerable Ris se tome un merecido descanso, después de servir al templo y al reino durante tantos años. Y tú serás el mayor beneficiado. Yo me encargaré personalmente de que mi hijo te nombre sumo sacerdote y Primer Consejero del rey… ¿Por qué pones esa cara? ¿Dudas de que cumpliré mi palabra, o acaso de que Andamar sea el próximo rey de Kynán?─

─Jamás osaría dudar de ti, mi reina─ Palas se apresuró a decir bajando la mirada respetuosamente. ─Pero, tal vez, no esté todo tan controlado como crees─ Continuó sin alzar la mirada.

─¿A qué te refieres? Sabes que es imprescindible que la gravedad del rey se mantenga en secreto hasta que yo pueda asegurarme de que Andamar sea el sucesor. Sólo tú y esos inútiles que se hacen llamar médicos, sabéis la verdad. Ellos me temen demasiado para hablar…─

─Oh, no, mi señora Garpa. Nadie se ha de enterar por mí. Pero recuerda que el Venerable vino hace dos noches para hablar con el rey. Y, aunque se le informara de que no se encontraba en palacio, Ris no es estúpido… No quiero decir que él se haya dedicado a propagar rumores, por supuesto, pero su protegido no se encuentra en el templo por lo menos desde anoche─

─Te refieres a ese pequeño bastardo… Yaluc se llama ¿no es así?─ Garpa dijo intentando mantener la frialdad, aunque no era nada fácil. Ese mocoso era sólo la más reciente de las humillaciones a las que su esposo la había sometido. Como la mujer inteligente y astuta que era, se había mantenido siempre puntualmente informada de todo. Sabía que Ris mantenía al chico como su protegido en el templo. Seguramente por orden del propio rey. Nunca había podido averiguar quién era la madre del crío ni por qué su esposo tenía tanto interés en mantenerle cerca. La madre podría ser cualquier sirvienta, quién sabe. Aunque eso ya no la preocupaba, porque al parecer, quien quiera que fuese ya estaba muerta.

─Estoy bastante seguro de que Ris lo ha escondido, temiendo lo que podrías hacer a la muerte del rey. Por eso he venido, para informarte─

─Ese mocoso no debe preocuparnos. Aunque quisiera reclamar el trono como hijo del rey, apenas es un niño. No sólo mi hijo le supera en edad. Dudo mucho de que Domusal se quedase tan tranquilo. No, Yaluc no es un riesgo para mi hijo. Sin embargo─ Dijo pensativa…─tiene la misma edad que mi nieto Naadur. Pero ocupémonos de cada cosa a su tiempo. Retírate, vuelve al templo y procura que no se extiendan rumores indeseados─

Mientras esperaba que trajeran a Ris a su presencia, Garpa entró de nuevo en el dormitorio del rey. Seguía dormido y respirando con la misma dificultad. Se acercó al lecho y le contempló. Incluso después de todos esos años y del mucho sufrimiento que ese hombre le había causado, no pudo evitar que la emoción la embargara. La enfermedad le había consumido casi hasta los huesos. Ya no había rastro del apuesto y fornido príncipe de cabellos de fuego con el que se había casado 35 años atrás. Dejó escapar un suspiro resignado mientras retiraba con cuidado un mechón gris de la fría y húmeda frente del rey. A pesar de todo, le seguía amando. Qué diferente habría podido ser su vida juntos si sólo él hubiera querido.

Se sentó al borde de la gran cama, y dejó que la invadiesen los recuerdos. El sentimentalismo era un lujo que no solía permitirse, ni siquiera a solas. Pero éstas muy bien podrían ser las últimas horas de Belcentes en el mundo de los vivos. A nadie, por tanto, debería extrañarle que rememorase su vida con él.

Naturalmente, Garpa había conocido a Belcentes toda su vida. Ella pertenecía a uno de los más elevados linajes, sólo por debajo del linaje Damoy, cuyos miembros eran los únicos con derecho a ocupar el trono. Por tanto, sus visitas a palacio eran frecuentes, así como las de la familia real a las inmensas y ricas heredades de los Gormaron. Belcentes era ya un muchacho de 10 años, a punto de iniciar su instrucción militar, cuando Garpa nació. Pero eso no había evitado que ella, como la mayoría, si no todas las jóvenes damas, suspirara por el apuesto príncipe. Lo de suspirar, claro está, en el caso de Garpa no es más que un modo de hablar. Nada menos propio de su carácter.

Estaba ella a punto ya de cumplir los 20 años, y precisamente ese carácter fuerte y mal genio suyos habían espantado uno tras otro a todos sus pretendientes. De tal modo que, aun siendo Garpa una dama de tan alta cuna, sus padres empezaban a temer que no habría pretendiente capaz de convertirse en su esposo. A pesar de todo, ella no compartía las preocupaciones de sus padres. El hermoso príncipe Belcentes ya tenía esposa, con lo que quedaba fuera de su alcance, y de los demás, ninguno había conseguido despertar su interés en lo más mínimo.

Que Belcentes estuviera ya casado no hacía sino aumentar su atractivo a ojos de Garpa, pues aquel matrimonio nunca tuvo la aprobación del rey. Belcentes había desafiado la autoridad de su padre, lo que ya en sí sería grave, pero, además, siendo su padre el rey la cosa era mucho peor. El príncipe rebelde se convirtió en su amor secreto. Y entonces, ocurrió lo más inesperado. Como le ocurriría numerosas veces a lo largo de su vida, el destino de Garpa cambió de la noche a la mañana.

Los reyes lograron al fin obligar a su díscolo hijo a que repudiase a su amada Heusa, quien de ninguna manera podría ocupar el lugar de reina. Naturalmente, todo el mundo, Garpa también, sabía que Belcentes sólo había cedido cuando su padre le amenazó con desheredarle y nombrar sucesor a su otro hijo. La ambición de reinar fue más poderosa que el amor por Heusa. A Garpa, eso la desilusionó, y estaba segura de que fue la última vez que se había dejado llevar por los sentimientos. Todo cambió, claro está, cuando sus padres le anunciaron que los reyes querían que Belcentes desposara a una dama digna de ser reina, y ella era la elegida.

A pesar de saber que Belcentes la desposaba sólo para no perder su posición como príncipe heredero, Garpa se casó ilusionada. Y, al principio, todo pareció darle la razón. Si no enamorado, Belcentes al menos era atento y gentil con ella. Garpa no tardó en descubrir que el príncipe no poseía un carácter fuerte, que procuraba evitar los enfrentamientos, y era perfectamente feliz si las cosas transcurrían sin sobresaltos. Al parecer, tomar como esposa a una mujer a la que sus padres no aprobaban era a lo máximo que Belcentes podía llegar en cuanto a imponer su voluntad, aunque, por lo visto, su ambición de ser rey era con mucho la pasión más poderosa en él. Garpa tendría tiempo de comprobar su error de cálculo.

Sin embargo, los primeros años de convivencia no pudieron ir mejor. Garpa estaba convencida de que, si ella había experimentado alguna vez la felicidad, había sido en aquellos escasos tres años desde sus esponsales hasta el nacimiento de su segundo hijo. Porque entonces, el viejo rey murió, Belcentes ascendió al trono de Kynán, y la vida de Garpa cambió para siempre.

El cambio no vino sólo porque ahora ella era la reina, sino, sobre todo, porque Belcentes se convirtió prácticamente en un desconocido. Casi el mismo día de la coronación, hizo traer a los hijos de Heusa a vivir a palacio, y Garpa tuvo que soportar la humillación de que se criaran y educaran junto a sus propios hijos. Aunque no fueran más que unos niños (Domusal, el mayor, apenas tenía 12 años), no pudo evitar odiarlos tanto como a su madre. Belcentes no se atrevió a traer también a Heusa, pero no hizo falta. Garpa sabía bien que el rey iba a verla a menudo, y jamás volvió al lecho de la reina.

Ni siquiera cuando Heusa murió tras larga enfermedad, recuperó Garpa a su esposo. Primero, la inmensa pena que le causó la muerte de su única amada casi le hace perecer también a él. De nada le sirvió a Garpa acudir solícita a consolarle. La apatía que le caracterizaba se agudizó. Garpa tenía la sensación de que la culpaba a ella, cuando él mismo había elegido dejar a Heusa para ser rey. No obstante, Garpa ganó algo. No consiguió que Belcentes regresara a su lecho, pero sí que, dada su debilidad de carácter, se apoyara en gran medida en ella para afrontar el difícil oficio de reinar. La gente adoraba a Belcentes, le llamaban ─el justo─, porque su largo reinado había supuesto un periodo de paz y prosperidad para su reino. Qué poco sabían quién llevaba verdaderamente el timón.

Sin embargo, a Garpa no le importaba que el rey se llevara la gloria, porque sentía que ayudarle a gobernar era su deber. Por eso también creía que, en justicia, el trono debía ser para su hijo, no para el de ─ella─. Con seguridad, podría hacerle ver a ese anciano testarudo que era Ris, que ella tenía razón. Justo en ese momento, sonaron unos discretos golpes en la puerta.

Garpa se sorprendió de ver que no era Voro con el Venerable quien estaba al otro lado de la puerta. Mientras su sonrisa se ensanchaba, como siempre que la veía, la reina hizo pasar a la antecámara a su muy amada hija.

─Nará querida. No te esperaba tan pronto─ Exclamó encantada, abrazando a la otra mujer. Nará, hija mayor de Belcentes y Garpa era incluso más alta que su madre. De figura tan delgada y elegante como la reina, a quien, según muchos, incluso superaba en belleza, sus rojos cabellos y ojos verde azulados, la asemejaban, sin embargo, inequívocamente a su padre. Aunque iba ataviada con la sencilla túnica azul claro de las Doncellas de la Luna y llevaba el cabello cubierto con un velo, sin joyas ni adorno alguno, su belleza seguía deslumbrando a los hombres, que, con frecuencia, olvidaban su elevado y sagrado rango de Primera Doncella. Correspondió al abrazo de su madre con el mismo afecto, aunque su semblante permaneció más sereno.

─Afortunadamente, ya me hallaba preparada para venir para las ceremonias de La Llegada, cuando tu enviado arribó a la isla. Como tu mensaje decía que urgía mi presencia aquí, he venido con él en su pequeña embarcación para ir más rápido. Y bien, madre ¿Por qué me has llamado con tanta prisa, sin poder esperar a verme dentro de dos días?─

─Él no aguantará dos días, me temo. Es una suerte que ya estés aquí. Ojalá tu hermano pueda también llegar antes de que sea demasiado tarde ─

─¿También has hecho llamar a Andamar?─ Nará preguntó sorprendida. ─Y ¿a qué te refieres con que él no tiene dos días? ¿Quién…?─ Nará no acabó la pregunta, pues su madre ya la tomaba de la mano, guiándola hacia la alcoba real. Se hizo entonces la luz en su mente. ─¿Padre? Pero las noticias de los mensajeros decían que estaba completamente repuesto de su enfriamiento del pasado invierno…─ Garpa se detuvo un momento. Se volvió para mirar a su hija, y le apretó ambas manos entre las suyas.

─Yo hice correr esa noticia para ganar tiempo. Lo cierto es que vuestro padre está muy próximo a reunirse con los Antepasados. Os he hecho llamar a ti y a Andamar para que podáis despediros, y para que entre los tres nos preparemos lo mejor posible para lo que ha de venir─

─Pero, si padre se encuentra ya tan cercano a abandonar este mundo, todos sus hijos deberíamos estar junto a él. Has llamado también a nuestros hermanos ¿verdad?─ La expresión de Garpa se endureció. No podía evitar que sus hijos hubieran congeniado con los hijos de Heusa, pero no podía permitir que una debilidad sentimental arruinase sus planes. Andamar y Nará seguramente se lo tomarían mal, pero acabarían por comprender que era lo mejor. Ella se encargaría de que así fuera.

─No. Sólo nosotros tres hemos de estar presentes. El futuro de nuestra familia, y de todo el reino, depende de ello. Te lo explicaré y lo entenderás─

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